Fachada trasera del Costurero de la Reina en Sevilla

EL COSTURERO DE LA REINA

El Costurero de la Reina, que data de 1893, es el primer edificio de estilo neomudéjar con el que contó Sevilla. Fue encargado por la infanta María Luisa, duquesa de Montpensier, para que sirviera como alojamiento para los guardas de los jardines de su palacio de San Telmo.

Juan Talavera y de la Vega fue su arquitecto y concibió el proyecto como un pequeño y romántico castillo, con torreones en los extremos. En sus fachadas se van alternando el color albero y almagra, en una disposición en franjas a la que el arquitecto recurriría también unos años después en otra de sus obras más célebres, la Casa Mensaque de la calle San Jacinto, actual sede del distrito de Triana.

Elementos como los arcos que enmarcan puertas y ventanas, o las preciosas almenas que rematan todo el conjunto, evocan directamente al pasado islámico de la ciudad, siguiendo la tendencia historicista que tiene tanto peso en la arquitectura regionalista sevillana.

El nombre de Costurero de la Reina le viene porque la tradición sitúa allí a María de las Mercedes, hija de los duques de Montpensier, cosiendo durantes las tardes mientras que aguardaba la visita de su enamorado, el joven rey Alfonso XII, que vendría a cortejarla desde el cercano Alcázar. Ambos eran primos hermanos y a pesar de la oposición de la madre del rey y de parte del Gobierno, acabaron casándose en la Basílica de Atocha de Madrid cuando Mercedes contaba sólo con 17 años. La historia de amor tuvo pronto un final trágico, ya que la joven reina murió apenas cinco meses después de su matrimonio, enferma de tifus. 

El romance de Mercedes y Alfonso gozó de una gran popularidad, llegando a inspirar canciones infantiles, coplas y hasta un par de películas. Sin embargo, parece claro que el edificio que tratamos hoy no sirvió en realidad como escenario para aquella historia de amor. Mercedes murió en Madrid en 1878, quince años antes de que se construyera el Costurero. En una ciudad tan dada a la leyenda como Sevilla, a veces es difícil separar la historia del romance.

LA CASA MONTALVÁN Y LA CERÁMICA EN TRIANA

El trabajo del barro ha sido una actividad esencial para explicar el barrio desde sus orígenes. Al margen de las hermosas leyendas fundacionales, desde un punto de vista histórico sabemos que Triana se remonta a época islámica, al entorno de los siglos XI o XII. Empezó a crecer con fuerza a raíz de la construcción del Puente de Barcas y del Castillo de San Jorge y, prácticamente desde sus inicios, tenemos constancia de la presencia de hornos alfareros en el barrio.

En los primeros tiempos de la Isbiliya musulmana, estos se asentaban sobre todo en el llamado “Barrio de los Alfareros”, que estaría ubicado aproximadamente por la zona de Puerta Jerez y el sur de la avenida de la Constitución. Cuando los gobernantes de la ciudad empezaron a acrecentar sus residencias palaciegas en el Alcázar, forzaron el traslado de estas actividades a áreas más alejadas. Hay que pensar que la alfarería era en la época una actividad bastante contaminante, ya que era necesario el funcionamiento de hornos a altas temperaturas que generaban mucho humo. 

Así que por esta época empezaron a asentarse con fuerza los alfareros en Triana, donde además de más espacio, contaban con gran disponibilidad de su materia prima, un barro de gran calidad ofrecido por el Guadalquivir en varios de sus puntos. Con él se realizaron desde siempre todo tipo de recipientes y pronto fue también la materia prima para la elaboración de azulejos cerámicos, que se empezaron a producir en el barrio ya en época islámica y que experimentaron un enorme auge sobre todo a partir del siglo XV.

En su impulso tuvo un papel fundamental Francisco Niculoso Pisano, artista de origen italiano asentado en el barrio, que introdujo la técnica para pintar en las piezas cerámicas antes de su cocción, de forma parecida a hacerlo sobre cualquier otra superficie plana. De esta forma, se pudieron superar las limitaciones formales anteriores e introducir un repertorio iconográfico mucho más amplio, con la representación de escenas y motivos decorativos mucho más naturalistas. De hecho, entre su obra encontramos algunas de las primeras muestras del arte renacentista en Sevilla, como vemos en el magnífico retablo cerámico de la Visitación que realizó para la pequeña capilla personal de Isabel la Católica en el Alcázar.

La realización de azulejos cerámicos sería una constante en el barrio y su producción se iría adaptando sucesivamente a estilos como el mudéjar, el renacentista o el barroco. En muchas ocasiones estaría vinculada a la realización de los llamados retablos cerámicos, que se ubican con un sentido devocional en espacios públicos, constituyendo elementos muy característicos de las calles de la ciudad ya desde el siglo XVII.

En Triana contamos con un hermoso e interesante ejemplo en la iglesia de Nuestra Señora de la O. En concreto, en su campanario encontramos un magnífico retablo cerámico de 150 piezas, datado hacia 1760. Representa a Nuestro Padre Jesús Nazareno, titular de la Hermandad de la O, aunque no reproduce la imagen concreta del titular obra de Pedro Roldán, sino una representación genérica de la advocación, enmarcada en un paisaje agreste. Bajo él, puede leerse Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos, en alusión a la frase pronunciada por Jesús y recogida en el Evangelio de Lucas (Lc. 23, 28).

Además de la importancia artística del retablo, tiene también la relevancia de ser uno de los más antiguos conservados en la ciudad y el primero que representa a un titular de una hermandad de Semana Santa, inaugurando así una tradición que tendría gran calado en la ciudad, sobre todo a partir de principios del siglo XX.

Precisamente desde finales del siglo XIX y en las primeras décadas del XX se produce una época de verdadero esplendor de la cerámica trianera, vinculada sobre todo a la difusión de la arquitectura regionalista. Esta corriente, que podríamos incluir dentro del historicismo, defendía la utilización de recursos formales y estilísticos que se consideraban propios de la tradición sevillana y andaluza, por lo que se entremezclaban elementos considerados de raíz popular con otros que tenían claras reminiscencias, mudéjares, renacentistas o barrocas. 

El regionalismo experimentaría un impulso definitivo a raíz de que se decidiera la celebración en Sevilla de la Exposición Iberoamericana de 1929. No solo las instalaciones destinadas a albergarla, sino muchas de las nuevas obras emprendidas para mejorar la ciudad, se hicieron en este estilo. Esta circunstancia conllevó que los talleres trianeros funcionaran a pleno rendimiento, por lo que muchas de las grandes sedes de firmas cerámicas que han llegado hasta nuestros días corresponden a este período de finales del XIX y principios del XX, como Mensaque en San Jacinto, Santa Ana en San Jorge o Montalván en la calle Alfarería.

Este último ejemplo constituye una de las más hermosos en el barrio. Se conserva la sede del taller, que fue uno de los que tuvo una actividad más intensa entre 1910 y 1930. Hoy alberga un hotel, pero aun puede admirarse el magnífico conjunto de rótulos comerciales cerámicos que lo decoraron. Anexo a él y haciendo esquina con la calle Covadonga, se encuentra la llamada Casa Montalván, trazada por el arquitecto Juan Talavera y Heredia hacia 1927. Se trata de uno de los más destacados arquitectos de la época, que dejó con esta obra una preciosa joya del regionalismo en Triana. 

El objetivo del inmueble era el de servir como soporte expositivo para los trabajos cerámicos que se realizaban en el taller adjunto. Es decir, tanto en su fachada como en sus estancias principales, está decorado con un magnífico conjunto de azulejería que permitía a los propietarios mostrar a posibles clientes la calidad de los trabajos que salían del taller. Además, la cercanía cronológica entre la elaboración de la casa la Exposición Iberoamericana parece que influyó en cierta medida en el arquitecto, ya que la vivienda parece mostrar un cierto aire colonial en sus trazas, como vemos en el balcón corrido que se extiende por todo lo largo de la fachada y en el voladizo de madera que lo cubre.

Por desgracia, en la actualidad no queda ni un solo taller cerámico en activo en Triana. Sin embargo, ejemplos como este nos ayudan a rememorar hasta qué punto esta actividad ha sido determinante para el barrio, dotándolo de algunas de sus joyas arquitectónicas más destacadas.

 

LAS MARINAS DE SANTA MARINA

Santa Marina se sitúa en la calle San Luis, que históricamente fue el principal eje de salida de la ciudad hacia el norte. Es una de las iglesias más antiguas de Sevilla, ya que pertenece al llamado “primitivo tipo parroquial sevillano”, junto con San Julián y Santa Lucía. Todas ellas iniciaron su construcción en la segunda mitad del siglo XIII, poco después de la conquista cristiana de la ciudad.

Pero probablemente sea Santa Marina en la que es posible ver de una manera más clara los rasgos definitorios de este tipo y del estilo gótico mudéjar en el que fueron construidas. Esto es debido a que es la menos modificada en su estructura original, a pesar de varios grandes incendios sufridos a lo largo de su historia. El más grave tuvo lugar en 1936, en el marco de los disturbios del inicio de la Guerra Civil, y la iglesia quedó en tan mal estado que tuvo que ser en gran parte reconstruida, incluyendo unas nuevas cubiertas de madera, ya a mediados del siglo XX. En 1981 las cubiertas sufrieron un nuevo incendio y el templo hubo de ser restaurado de nuevo a mediados de los 80, alcanzando la fisonomía con la que ha llegado hasta nuestros días. En la actualidad depende de la parroquia de San Julián y es la sede de la Hermandad de la Resurrección.

Sin embargo, esta sucesión de episodios catastróficos ha permitido que prácticamente no haya llegado hasta nosotros casi ninguno de los aditivos ornamentales que se fueron añadiendo a la iglesia a lo largo de su historia. Las restauraciones se han enfocado enfatizando la belleza de los rasgos arquitectónicos del edificio por sí mismos, prácticamente desnudos de decoración. De esta manera, se ha configurado un templo en el que podemos ver de forma nítida los rasgos principales de su construcción original. Aunque muy reconstruido, es el prototipo más claro del gótico mudéjar del “primitivo templo parroquial sevillano”.

Este estilo se caracteriza sobre todo por suponer una síntesis de las aportaciones de dos tradiciones artísticas distintas: por un lado, el gótico que llegaba con la conquista cristiana, y por el otro, el arte hispano musulmán en el que se venían construyendo los edificios de la ciudad desde hacía siglos. Una vez que Sevilla pasa a manos cristianas, se imponen las formas y funcionalidades propias del estilo que llega con los nuevos señores, pero se siguen utilizando técnicas, materiales y determinados rasgos estilísticos propios del arte andalusí. Los cristianos se aprovechaban así del saber constructivo y de la mano de obra musulmana o de origen musulmán que había quedado en el reino de Sevilla tras su conquista.

Lo primero que llama la atención al entrar al templo es su amplitud y verticalidad, acentuadas por la desnudez decorativa de la que hablábamos. Cuenta con tres naves, la central más alta y ancha que las laterales, separadas por cinco arcos formeros apuntados que apoyan sobre pilares de sección cruciforme, construidos en ladrillo al igual que los muros laterales. Las cubiertas son de madera, ya del siglo XX, reproduciendo las formas del artesonado mudéjar. 

En la cabecera, sobresale el profundo ábside poligonal o testero, que alberga el presbiterio. Al ser la parte central del templo, es en la que se respetan más las formas del arte gótico aportado por Castilla. Se encuentra cubierto por una bóveda ojival de nervaduras, que apoyan sobre delgadas columnas adosadas, entre las que se abren tres vanos, también apuntados y geminados, que iluminan el espacio y acentúan la sensación de ligereza y esbeltez propias del gótico.

 

Además del testero y la torre que se ubica a los pies, junto a la fachada principal, sobresalen de la planta rectangular del edificio sus capillas laterales: una en el lado de la epístola, tres en el lado del evangelio y una quinta en este mismo lado pero en la cabecera, junto al presbiterio, que es la Capilla Sacramental. Estas capillas son otro de los elementos más interesantes de Santa Marina, ya que responden en su tipología al modelo islámico de la qubba, que eran espacios de planta cuadrada cubiertos por cúpulas, generalmente semiesféricas. En el caso de las mezquitas, solían abrirse en los muros laterales para albergar enterramientos, y tras la conquista castellana, los cristianos adoptarán este modelo en casos como el de Santa Marina, construyendo sus capillas funerarias con esta misma tipología. Aunque muy restauradas, podemos ver en esta iglesia bellísimos ejemplos de las cúpulas con las que eran cubiertas, como en el caso de la gallonada de la capilla Sacramental o el de la espectacular cúpula de la capilla de la Aurora, decorada con lacería y mocárabes mudéjares de cierta inspiración nazarí.

La iglesia cuenta con tres puertas: dos en los muros laterales y otra a los pies, en la fachada principal. La decoración de esta fachada es prácticamente inexistente y se limita al cuerpo de la puerta en sí y a tres grandes óculos que se abren en la parte superior de cada una de las naves. En la misma línea de la fachada, en el lado del evangelio, se sitúa la torre campanario, de planta cuadrada, que encajaría perfectamente como alminar de una mezquita por sus rasgos estilísticos. De hecho, durante mucho tiempo se pensó que los campanarios de algunas de las iglesias mudéjares de Sevilla pertenecían a mezquitas preexistentes y que fueron reutilizados como campanarios. Sin embargo, hoy sabemos que fueron construidos ya en época cristiana y la razón por la que se asemejan tanto a alminares es porque fueron construidas por los hijos, descendientes o aprendices de aquellos maestros alarifes que construyeron en su día las mezquitas andalusíes.

LOS DOMINICOS Y LA CÚPULA DE LA MAGDALENA

La iglesia de la Magdalena de Sevilla es uno de los ejemplos más destacados del arte barroco en Sevilla. Y esto es decir mucho para una ciudad que cuenta entre su patrimonio con edificios como el Hospital de la Caridad, San Luis de los Franceses o la Colegial del Salvador, por citar solo algunas de las magnificas realizaciones de los siglos XVII y XVIII.

La actual parroquia de la Magdalena fue construida originalmente como iglesia del convento dominico de San Pablo, que ocupaba una extensa área de más de 30.000 m2 entre la actual iglesia y la calle Gravina. El convento contó con un primitivo templo en estilo mudéjar, pero su estado ruinoso hizo que los frailes se decidieran a finales del siglo XVII por demolerlo y levantar una nueva iglesia, que es la que ha llegado hasta nosotros. 

En 1835 es expropiado por el Estado en el marco del proceso desamortizador y los monjes son exclaustrados. Todos los terrenos del antiguo convento son parcelados y vendidos para la construcción de viviendas, con excepción de la iglesia y la capilla de Montserrat, que se mantienen hasta la actualidad, y el claustro principal, que sirvió durante un tiempo como sede de oficinas de la administración hasta que fue derribado ya en el siglo XX. 

La iglesia de la Magdalena se encontraba unos metros más al este, donde hoy está la plaza con este nombre. Sufrió gravísimos destrozos con la invasión napoleónica y, aunque inicialmente se proyectó su reconstrucción, cuando quedó libre la iglesia del convento se decidió el traslado allí de la parroquia y dejar la mencionada plaza en el lugar de la original. De esta forma, la primitiva iglesia conventual de San Pablo pasó a convertirse en la parroquia de la Magdalena.

Obviamente, es necesario tener en cuenta este pasado a la hora de intentar describir artísticamente el edificio, ya que gran parte de sus características y programa iconográfico se explican solo si entendemos la iglesia como parte de un convento de la orden dominica.

De hecho, era el mayor convento dominico de toda Andalucía, lo que explica la monumentalidad de la iglesia. Su historia se halla estrechamente ligada no solo a la de la ciudad, sino también a la de la Corona de Castilla. El rey Fernando III propició su fundación tras la conquista de la ciudad en 1248, cediendo a los dominicos unos terrenos que por entonces se situaban junto a la Puerta de Triana de la murallas. Es por eso que el convento llevó desde sus orígenes el nombre de San Pablo el Real.

Los dominicos fueron una orden muy vinculada con la Inquisición desde su creación por el papa Gregorio IX en el siglo XIII. Cuando en 1478 la institución fue creada en Castilla bajo el reinado de los Reyes Católicos, este convento fue la primera sede del tribunal en Sevilla y en él se celebraron por tanto los primeros juicios y condenas a muerte en la ciudad.

De hecho, era el mayor convento dominico de toda Andalucía, lo que explica la monumentalidad de la iglesia. Su historia se halla estrechamente ligada no solo a la de la ciudad, sino también a la de la Corona de Castilla. El rey Fernando III propició su fundación tras la conquista de la ciudad en 1248, cediendo a los dominicos unos terrenos que por entonces se situaban junto a la Puerta de Triana de la murallas. Es por eso que el convento llevó desde sus orígenes el nombre de San Pablo el Real.

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Los dominicos fueron una orden muy vinculada con la Inquisición desde su creación por el papa Gregorio IX en el siglo XIII. Cuando en 1478 la institución fue creada en Castilla bajo el reinado de los Reyes Católicos, este convento fue la primera sede del tribunal en Sevilla y en él se celebraron por tanto los primeros juicios y condenas a muerte en la ciudad. 

A partir del descubrimiento de América en 1492, Sevilla pasa a ser la sede el Puerto de Indias y a centralizar todo el comercio ultramarino. Será el inicio de una época de esplendor a la que el convento no será ajeno. Hay que recordar que entre las prioridades declaradas de la Corona estuvo siempre la evangelización de los nuevos territorios, por lo que Sevilla hubo de llenarse de conventos y monasterios, de los que salían los religiosos que habrían de partir a América con esta misión. El convento de San Pablo se destacó entre todos ellos en esta misión, debido en parte a la propia naturaleza de la orden, cuya denominación oficial es Ordo Praedicatorum, es decir, orden de predicadores. De esta forma, de aquí salieron muchos de los clérigos enviados a evangelizar América y Filipinas. Entre ellos, el célebre fray Bartolomé de las Casas, teólogo y jurista conocido como “el defensor de los indios”, que fue consagrado obispo de Chiapas en esta misma iglesia.

Su construcción se desarrolló entre 1691 y 1709, dirigida por el arquitecto Leonardo de Figueroa, probablemente la figura más destacada de toda la arquitectura del barroco sevillano. Así lo muestra su intervención en edificios tan relevantes de este período en la ciudad como el Hospital de la Caridad, el Salvador, San Luis de los Franceses y el Palacio de San Telmo.

La nueva construcción conservaría algunos elementos de la iglesia gótico mudéjar que la precedió, como la marcada cabecera poligonal y lo que hoy es la capilla de la Quinta Angustia, que en la iglesia mudéjar eran tres capillas contiguas en el lado de la epístola, anexionadas entre sí formando la actual con la reforma barroca.

Centrándonos en la magnífica cúpula, fue la primera levantada en Sevilla sobre tambor, siendo seguida en esta característica por las de El Salvador y San Luis de los Franceses, proyectadas también por Leonardo de Figueroa. En concreto, se trata de un tambor octogonal, sobre el que se levanta la semiesfera rematada por una gran linterna, también de planta octogonal. Como remate se coloca una enorme corona real de hierro forjado, recordando la fundación del convento por la iniciativa regia de Fernando III y su fuerte vinculación histórica con la Corona.

Es la primera cúpula levantada por Leonardo de Figueroa y en ella deja ya claros algunos de los elementos definitorios de su estilo, como la rotundidad de la linterna, que repetirá en el Salvador y en San Luis, o la riqueza de elementos decorativos, que además muestran una notable variedad cromática.

En el caso de la Magdalena, estos elementos decorativos tienen una clara lectura iconográfica vinculada con la labor evangelizadora de la orden en América. Para hacer alusión a ello, se incluyen una serie de elementos escultóricos inspirados en representaciones artísticas de algunas de las culturas prehispánicas, reinterpretados de una forma pintoresca.

Así, por ejemplo, la linterna se halla rodeada por una serie de amerindios que ejercen como telamones, es decir, que sostienen sobre sus cabezas la cornisa. Además, en las antefijas aparecen máscaras de rasgos negroides muy enfatizados, que portan unos curiosos tocados de plumas en varios colores. Otros personajes semifantásticos aparecen en otras partes de la fachada como en las pilastras, inspirados en el arte prehispánico pero de una manera muy deformada.

El interior de la cúpula está decorado por pinturas al fresco de Lucas Valdés. En cada uno de los gajos, una pareja de ángeles sostienen una letra dorada profusamente ornamentada. En conjunto forman la inscripción AVE MARÍA.

La elección de este tema tiene también que ver con un episodio de la historia de la orden que todavía no hemos comentado. Sevilla fue siempre una firme defensora de la Inmaculada Concepción de María, es decir, de la creencia de que la Virgen fue concebida sin pecado original, a diferencia del resto de los mortales. Otras órdenes religiosas asentadas en la ciudad, como los dominicos o los franciscanos, fueron fervientes defensoras de que esta doctrina fuera proclamada como dogma de fe, algo que no ocurrió hasta 1854. Los dominicos, en cambio, no compartían esta creencia y defendían que María nació con la misma mancha que el resto de los humanos. 

En el contexto de una ciudad de tanta devoción mariana como Sevilla, esto les granjeó de alguna manera cierta impopularidad entre los fieles. En la decoración de su cúpula, los dominicos de San Pablo quisieron dejar claro que ellos también compartían una enorme fe y afecto por la figura de la Virgen, y dispusieron que en ella pudiera leerse las primeras palabras de la salutación que el arcángel Gabriel le hizo a María al anunciarle la milagrosa concepción de Jesús: Ave María.

En el interior de la linterna, en el punto más elevado de todo el espacio, aparece un esplendoroso sol dorado sobre un fondo azul oscuro, en torno al que puede leerse la inscripción latina ET CAEPISSE EST ALQUID, SED FINIS FACTA. Es decir, haber empezado es algo, pero el final debe alcanzarse. Una alusión a la capacidad humanas para emprender y culminar empresas tan extraordinarias como la de construir una iglesia tan magnífica como la Magdalena de Sevilla.

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EL CIELO Y LA TIERRA DE SEVILLA

La Exposición Iberoamericana de 1929

En la glorieta de San Diego, en el extremo norte del Parque de María Luisa, se conserva una estructura en forma de arco de triunfo con tres vanos que albergan las figuras alegóricas de España, en el centro, y de la ciudad de Sevilla en su dimensión material y espiritual, a ambos lados. En la parte central del zócalo se ubica una fuente, cuyo surtidor, bajo el pedestal de la escultura central, es un personaje barbado que arroja el agua por la boca.

Era el eje central de la principal entrada al recinto de la Exposición Iberoamericana de 1929 y fue diseñado por el arquitecto Vicente Través, después de que fuera rechazado un proyecto de Aníbal González, que dimitió como jefe de las obras de la muestra. La entrada contaba en realidad con cuatro puertas, que daban a las avenidas de Portugal y de Isabel la Católica a la izquierda, y a la avenida de María Luisa y hacia el Pabellón de Sevilla a la derecha.

La Exposición fue planteada como una posibilidad de reafirmar los lazos con la comunidad iberoamericana, cuando hacía pocos años que España había perdido los últimos reductos de su imperio de ultramar. La ciudad veía la oportunidad de realizar profundas mejoras a raíz de un evento de tal magnitud, y desde el gobierno central se vio la idea como una ocasión para fomentar una cierta relación privilegiada con aquellos países con los que conformaba una comunidad histórica. El proyecto contó también con un entusiasta apoyo del rey Alfonso XIII, que intervino directamente en algunos aspectos de la organización, llegando a visitar la ciudad en más de treinta ocasiones desde el inicio de los trabajos preparatorios. Sin embargo, desde su planteamiento en 1909, el proyecto se fue retrasando constantemente y no fue hasta la dictadura de Primo de Rivera, a partir de 1923, cuando contó con un impulso más decidido.

En las décadas previas al evento, la ciudad experimentó una profunda transformación urbanística. La Exposición ocupó un amplio espacio que tenía su núcleo en el Parque de Maria Luisa, con las plazas de España y de América como sus principales focos monumentales. Alrededor de él, se urbanizó una extensa zona que llegaba hasta el actual campo del Betis, que fue en origen el estadio de la Exposición, abarcando prácticamente todo el espacio entre la avenida de la Palmera y el río. Más al sur se construyó Heliópolis, un barrio residencial que ha llegado hasta nuestros días y que estaba destinado a albergar a técnicos y visitantes.

En ese amplísimo recinto se distribuyeron los pabellones de la inmensa mayoría de países americanos, incluyendo a Estados Unidos y a Brasil. Estaban también representados Portugal, entendido además de como vecino como miembro de la comunidad iberoamericana, y los territorios africanos de Marruecos y Guinea. Estaban representadas también la ciudad de Sevilla, las provincias andaluzas y la mayoría de regiones españolas. Había también pabellones de firmas privadas, como Cruzcampo, y de grandes empresas estatales, como Telefónica. En el núcleo del que hemos hablado en torno al parque se ubicaban el pabellón de España y la plaza principal del recinto, a un lado, y los pabellones de la Casa Real, de Arte Antiguo y de Bellas Artes, en torno a la plaza de América, en el otro lado.

Por suerte, Sevilla ha conservado este marco monumental para el parque de María Luisa, con algunas de las obras maestras del arquitecto Aníbal González, creando un hermosísimo espacio urbano en el que se muestra un espléndido repertorio historicista. En cada uno de los edificios del conjunto se recrea un momento de nuestra historia del arte. El gótico en el Pabellón Real, el mudéjar en el pabellón de Bellas Artes, el estilo renacentista en el pabellón de arte antiguo y el barroco en el pabellón y plaza de España. Todo ello en torno a uno de los jardines más hermosos del país. Una de las grandes joyas de Sevilla.

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Pero la transformación urbana no se limitó a los espacios ocupados por la Exposición. Se emprendieron toda una serie de reformas que alteraron de manera notable la fisonomía de la ciudad, al igual que lo haría décadas más tarde la Exposición Universal de 1992. Ambos eventos supusieron un revulsivo para la ciudad en sus respectivos momentos, siendo indispensables para explicar las características de la Sevilla que ha llegado hasta el siglo XXI.

Para la de 1929, se construyó la llamada corta de Tablada en el río, que simplificaba el discurrir del Guadalquivir al sur de la ciudad, volviendo a hacerlo navegable hasta su puerto. En el terreno urbano, se produjo el ensanche de numerosas calles, como la avenida de la Constitución, Puerta Jerez, la Campana, San Jacinto y Mateos Gago. Además, muchas otras fueron remodeladas y pavimentadas. 

Fue un momento decisivo también para el impulso de la arquitectura regionalista, ya que se emprendieron programas para dotar al caserío de Sevilla de unos rasgos que se consideraban propios de la casa andaluza. Especialmente en el barrio de Santa Cruz, se reformaron fachadas, patios, calles y plazas, con un criterio esteticista que le dio buena parte de los rasgos que lo hacen uno de los más visitados de la ciudad en la actualidad. Además, se construyeron numerosos hoteles para el alojamiento de los visitantes, como el magnífico Gran Hotel Alfonso XIII, diseñado en estilo regionalista por José Espinau Muñoz, y otros como el Cristina o el hotel Colón, llamado originalmente Majéstic.

En definitiva, fueron unos momentos de gran esfuerzo colectivo en la ciudad tratando de mostrar su mejor imagen ante el mundo. Siguiendo ese espíritu, en el centro de la entrada monumental al recinto de la exposición, se colocaron las mencionadas alegorías de España y de Sevilla, simbolizando de alguna manera la bienvenida ofrecida por la ciudad y la nación en su conjunto. 

Para la realización de las esculturas laterales se eligió Enrique Pérez Comendador, un joven escultor cacereño que por entonces apenas contaba con 28 años. La obra de este escultor fue bastante prolífica durante toda su vida, especializado sobre todo en monumentos públicos, ya que su estilo encajaba muy bien con la finalidad de ensalzar a los personajes representados, al conjugar un realismo de formas muy clásicas con la simplificación de los volúmenes y una renuncia al detalle, que se consideraba que eran propios del estilo “moderno”. Fue siempre bastante fiel a los dictámenes académicos del momento en la ejecución de sus obras y mostró una especial habilidad para desarrollar temas alegóricos y de engrandecimiento de personajes heroicos, tan del gusto del arte oficial durante el franquismo. 

Sin embargo, su carrera como autor de monumentos públicos se había iniciado mucho antes del advenimiento de la dictadura, como vemos en el caso sevillano. Durante la República se presentó al concurso para la realización de un monumento a Pablo Iglesias en el Parque Oeste de Madrid, que finalmente no resultó elegido. La propuesta de Pérez Comendador consistía en una estructura escalonada de proporciones gigantescas, decorada con relieves alusivos a obreros de diversos ámbitos, y presidida por la escultura del fundador del Partido Socialista en actitud de caminar.

En Sevilla realizó algunos trabajos antes de 1929, también de carácter público, como la estatua de Alfonso X que aparece en el pedestal del monumento a Fernando III en Plaza Nueva, justo frente al ayuntamiento. Reproduce aquí las líneas clásicas y solemnes en la representación de personajes históricos de las que hemos hablado, participando en un proyecto conjunto con otros escultores bajo la dirección del arquitecto Juan de Talavera.

Años más tarde realizaría el monumento a la infanta María Luisa colocado en el parque que lleva su nombre y que fue cedido por ella a la ciudad de Sevilla. La escultura original en piedra fue sustituida en los años sesenta por una copia en bronce, que es la que podemos ver hoy en el parque. La original se encuentra en los jardines de acceso al ayuntamiento de Sanlúcar de Barrameda, que tiene como sede el Palacio de Orleáns-Borbón, residencia de verano de la infanta y su esposo. Muestra a María Luisa sedente, con una mano sobre el regazo y sosteniendo una flor con la otra. Esculpida de una forma muy austera, con muy poco detalle en sus rasgos y vestimentas, lo que la dota de una gran solemnidad. El periodista Luis de León la describió así en un articulo publicado en “La Independencia” el 3 de mayo de 1928:

Es la Infanta en la última época de su vida, es el alma que ha pasado por el dolor, los sinsabores y los desencantos del mundo, la madre que ha sufrido en su corazón las más dolorosas pruebas y busca en el bien, en la caridad, en la práctica de la misericordia el único consuelo de las almas grandes.

Muy poco después de realizar la escultura de la Infanta, Pérez Comendador realiza las dos figuras alegóricas de la Glorieta de San Diego. Él las llamó La riqueza espiritual y material de Sevilla, aunque fueron rebautizadas en un artículo escrito por el poeta Alejandro Collantes de Terán como El cielo y la tierra de Sevilla. Se trata de dos figuras femeninas de claras reminiscencias clásicas, vestidas con unas túnicas que muestran de manera muy clara el efecto de paños mojados, por lo que las rotundas formas de los cuerpos son perfectamente visibles.

La figura situada a la izquierda del espectador es la riqueza material de Sevilla. Sus formas son más redondeadas y tiene más soltura en su postura. Sostiene elevada una naranja en su mano derecha y en la izquierda sujeta un racimo de uvas y un manojo de espigas de trigo, como símbolos de la fertilidad de la tierra. Su rostro tiene una expresión entre pícara y amable, enmarcado por una cabellera semirecogida con un cierto aire andaluz, como muestran los mechones sueltos que forman caracolillos en torno a la cara.

La otra figura es la que representa a la riqueza espiritual de Sevilla. Su principal atributo es una pequeña Inmaculada de rasgos montañesinos que sujeta en su mano derecha. Con ella se hace referencia a la férrea defensa que la ciudad hizo siempre del dogma de la Inmaculada Concepción y en general a su su profundo carácter mariano. En este caso, la figura alegórica muestra una postura algo forzada, cos rasgos más rígidos y menos naturalismo, probablemente buscando una mayor solemnidad. En el rostro recuerda a las esculturas del período arcaico del arte griego, por la falta de expresividad y por esa característica media sonrisa congelada. Aunque también deja ver algunos caracolillos de pelo en torno a la frente, la mayor parte de la cabellera aparece cubierta, seguramente como signo de respeto ante la imagen que porta y lo que simboliza.

Ambas imágenes flanquean una majestuosa alegoría de España, obra del escultor sevillano Manuel Delgado Brackenbury. Sus rasgos son más naturalistas y clásicos que en las de Pérez Comendador, aunque ambos coinciden en el uso de algunos recursos estilísticos, como el uso de la técnica de los paños mojados para dejar entrever las formas del cuerpo. La figura aparece de pie, con una pierna levemente adelantada, en una postura que le aporta gran solemnidad. Viste una túnica ceñida bajo el pecho y sobre su cabellera recogida porta una corona real abierta, símbolo de la monarquía española. Apoya su brazo derecho sobre un gran escudo de España y el derecho sobre un león, que posa a su vez su pata sobre un globo terráqueo, símbolo de la soberanía española. Hay que recordar que el león y no el toro ha sido el animal que más ha simbolizado a nuestro país a lo largo de su historia, apareciendo profusamente desde la Edad Media en multitud de soportes, como monedas, representaciones pictóricas o elementos arquitectónicos. 

En conjunto, conforman una espléndida portada para un evento en el que tanto Sevilla como España intentaron mostrar su mejor imagen ante el mundo, con firmes esperanzas de que un evento como la Exposición Iberoamericana sirviera como acicate para el ansiado desarrollo y modernización de la ciudad. Fue inaugurada en una deslumbrante ceremonia en la Plaza de España el 9 de mayo de 1929. Al acto acudieron las principales autoridades locales y estatales, con la presencia del Gobierno en Pleno y la Familia Real. Fue presidido por el Alfonso XIII, que tanta ilusión había mostrado por el proyecto. Pocos podían imaginar en un momento de tal exaltación patriótica que el rey se enfrentaba ya a los últimos momentos de su reinado. En menos de dos años caería la dictadura de Primo de Rivera, arrastrando con ella a la monarquía y Alfonso fue enviado al exilio. 

Se abrió entonces un período republicano, ilusionante pero enormemente convulso, interrumpido en pocos años por una cruentísima guerra civil seguida por una larga y dura posguerra. La Exposición había servido para sentar las bases de una cierta transformación urbana y para reactivar de manera notable la economía de la ciudad, pero las circunstancias no permitieron que estas mejoras sirvieran como base de un verdadero desarrollo, que tendría que esperar todavía unas décadas.

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EL CARAMBOLO Y LOS PRIMEROS DIOSES DE SEVILLA

El tesoro del Carambolo es un excepcional conjunto de orfebrería en oro, que supone el testimonio artístico más relevante que nos ha quedado de la cultura tartésica. Esta se desarrolló entre los siglos X y VI a.C., con su foco principal en el suroeste peninsular, coincidiendo aproximadamente con el territorio de las actuales Cádiz, Huelva y Sevilla. Se caracterizó por sintetizar la evolución de las poblaciones autóctonas del Bronce Final Atlántico y un fuerte influjo orientalizante traído por los fenicios. Estos se habían asentado en la actual Cádiz hacia el año 1100 a.C . Desde allí articulaban una red comercial con todo el área, ejerciendo una influencia cultural creciente sobre las poblaciones locales.

Este influjo fue tan intenso que algunos autores defienden que el Tesoro del Carambolo sería una creación fenicia y que estos serían también los responsables de la fundación del templo en el que se enmarca y de la propia ciudad de Ispal. Sin embargo, la teoría hoy más aceptada es la de que la primera Sevilla fue un poblamiento tartésico, aunque con un claro carácter orientalizante.

En la actualidad, el tesoro no es visitable y aún se está por decidir cuál será su futuro expositivo y dónde podremos verlo. Las dos opciones más probables son las de que se exponga en el Antiquarium de Las Setas, o bien en el Museo Arqueológico de Sevilla, actualmente cerrado por una remodelación total que se espera que termine en 2022.

El conjunto de piezas fue hallado en 1958 de forma casual en el cerro del Carambolo, en el municipio de Camas. Se trata de una pequeña elevación de las estribaciones orientales del Aljarafe que da hacia el valle del Guadalquivir, con la ciudad de Sevilla justo al otro lado del río, a unos tres kilómetros de distancia. Hay que señalar que para el siglo VI o VII a.C. en el que está datado el tesoro, esta zona se encontraba muy próxima a la desembocadura del río Guadalquivir, ya que este formaba una gran ensenada marítima en su último tramo conocida en tiempos de Roma como Lacus Ligustinus. Por lo tanto, tanto el primer poblamiento de Sevilla como este cerro del Carambolo eran lugares prácticamente costeros. 

El tesoro está compuesto por 21 piezas de oro: dos brazaletes, dos piezas en forma de piel de toro, un colgante con siete sellos y un conjunto de dieciséis placas rectangulares. En total forman casi dos kilos y medio de oro.

Aunque pudiera parecer un conjunto homogéneo realizado por un mismo taller, lo cierto es que un minucioso análisis formal ha permitido diferenciar tres momentos en su ejecución.

- Por un lado, el collar, del que cuelgan siete sellos semejantes a escarabeos egipcios, es claramente una creación fenicia. Pudo ser importado desde oriente o pudo ser realizado en alguno de los asentamientos que los fenicios tenían en la Península.

- Por otro lado, parece claro que las piezas restantes fueron elaboradas por poblaciones autóctonas, por orfebres formados en una tradición del trabajo del oro propia del Bronce Final Atlántico, como muestran los paralelismos existentes con piezas cronológicamente anteriores de otros hallazgos, como el Tesoro de Villena (Albacete) o el brazalete de Estremoz (Évora, Portugal). Sin embargo, es cierto que también estas piezas muestran la influencia de técnicas orientales, como el uso de la filigrana o motivos decorativos como las rosetas de ocho puntas que aparecen en algunas piezas. Entre ellas se pueden diferenciar dos autorías atendiendo a sus rasgos:

+ Un conjunto de ocho placas, una pieza con forma de piel de toro y los dos brazaletes.

+ Otro conjunto de ocho placas y una pieza con forma de piel de  toro.

Es, por lo tanto, un hermosísimo ejemplo del llamado proceso orientalizante, y muestra la mixtura de técnicas y programas iconográficos entre tradiciones locales e influencia fenicia que se experimentó en el ámbito de la orfebrería.

Tras el hallazgo de las piezas, se iniciaron las primeras excavaciones arqueológicas en la zona, tratando de ponerlas en un contexto en el que pudieran explicarse. Las primeras excavaciones se realizaron casi inmediatamente después del hallazgo, pero ha habido que esperar a campañas más recientes para tener una visión más completa del conjunto. 

Se ha podido constatar que el tesoro se hallaba en una zona del santuario donde se acumulaban desechos, por lo que parece que lo que se pretendió fue esconderlo allí evitando que fuera capturado en alguna situación de conflicto. Este depósito se produjo hacia el siglo VI a.C., coincidiendo con el declive de la presencia fenicia en la Península en favor de la cartaginesa.

Es posible, sin embargo, que las piezas correspondan a un momento anterior y tuvieran ya un tiempo cuando fueron ocultadas. En general, se les da una cronología entre el siglo IX y VI a.C. Entre estas dos fechas estaría la cronología del santuario en el que se enmarcan y que ha podido ser descrito a través de las excavaciones arqueológicas. Se trataba de un gran espacio amurallado en el que se ubicaban dos santuarios con cámaras principales y estancias secundarias que se abrían con la misma orientación hacia una explanada frente a la entrada principal al recinto. Alrededor, ya extramuros, se extiende un pequeño asentamiento, habitado hasta principios del siglo V a.C.

Entre los elementos arquitectónicos más significativos encontrados está un altar con forma de piel de toro. Es un elemento que aparece en otros contextos tartésicos, como en el Santuario de Cancho Roano en Badajoz o en el santuario fenicio de la cercana Coria del Río.

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Sobre este altar se producirían cremaciones, probablemente de bueyes, en honor al dios, tal y como mostrarían las huellas que aparecen sobre el altar. Esta circunstancia ha permitido adscribir el templo al dios Baal, con lo que su paralelo estaría dedicado a su esposa Astarté. Ambos son dos de las principales deidades del panteón fenicio y la creación de templos pareados dedicados a la pareja tiene precedentes en sus áreas de influencia.

Baal es un dios que los fenicios tenían en común con otras culturas orientales. Era hijo de la deidad principal, El, y era representado con diversos nombres y atributos dependiendo de la ciudad en la que se le daba culto. Una de sus advocaciones más frecuentes, originaria de la ciudad de Tiro, fue la de Melkart, una divinidad que griegos y romanos identificaron por sus atributos guerreros con su Heracles-Hércules. Fue la versión del dios Baal más extendida en la Península. Hay que recordar que en la cercana Cádiz los fenicios habían levantado un templo en su honor que fue célebre durante toda la Antigüedad. Además, conocemos la leyenda que atribuye a Melkart-Heracles-Hércules el mérito de ser el primero en cruzar el estrecho de Gibraltar, remontar el Guadalquivir y fundar una primitiva Sevilla. No sabemos hasta qué antigüedad se remonta la difusión de esta leyenda.

En el Museo Arqueológico se conserva una pequeña estatuilla en bronce que representa a Melkart, con los brazos en posición de portar una lanza y un escudo hoy desaparecidos. Aunque está labrada de forma tosca, es posible distinguir que lleva la cabeza y los hombros cubiertos por una piel de león, atributo que comparte con el semidios grecolatino Heracles-Hércules. Está datado en el siglo VI a.C. y no se conoce el contexto en el que fue hallado, aunque lo más posible es que provenga del entorno de Sevilla. Por sus características parece claro que se trataría de una figurilla destinada a ser entregada como exvoto a la divinidad, lo que hace bastante posible que provenga del carambolo o de algún santuario o templo de semejantes características.

La atribución a Baal-Melkart de uno de los dos santuarios del Carambolo ha permitido establecer la última y más aceptada interpretación sobre el Tesoro. Tal y como se expuso en la exposición celebrada en el Museo Arqueológico por el 50 aniversario del hallazgo, las piezas formarían parte del ajuar que llevarían puesto un sacerdote y los dos bueyes a los que conduce al sacrificio en el santuario. El sacerdote portaría los brazaletes y el colgante de los siete sellos, mientras que los bueyes portarían, en la parte frontal de la cabeza, una de las piezas con forma de toro. Sobre sus espaldas se dispondría una banda de tela que caería a ambos lados y que llevaría cosidas en los extremos las placas de oro rectangulares, en grupos de cuatro a cada lado.

La interpretación anterior y más extendida hasta hace unos años es la de que el conjunto formaría parte de las vestimentas honoríficas de un rey o figura equivalente. Llevaría las piezas con forma de toro sobre los pectorales, el collar y los brazaletes en los brazos superiores. Las placas servirían en esta hipótesis para formar un cinturón y una corona.

Otro elemento que podemos aportar sobre las posibles características de este primitivo dios de los sevillanos, es que al parecer sus festividades tenían una íntima relación con fenómenos astronómicos, tal y como señala Escacena Carrasco en “Arqueoastronomía en el Carambolo”. El dios era identificado con el Sol y su ciclo vital de nacimiento, muerte y resurreción se hacía coincidir con el transcurso de un año. 

En concreto, es posible que la festividad principal coincidiera con el solsticio de verano, es decir, con el 21 de junio. Así se interpreta por el hecho de que el templo tenga una orientación hacia el orto en este día. Su puerta principal está orientada hacia el punto exacto del horizonte por el que sale el Sol en el solsticio de verano, momento a partir del cual los días dejan de crecer y empiezan a ser más cortos. 

Por lo visto, se da la circunstancia de que en el solsticio, durante dos días, el Sol parece salir por el mismo punto, ya que el movimiento de este sobre la línea del horizonte es imperceptible al ojo humano. Estos dos días de quietud eran interpretados como el momento de la muerte del dios, que vuelve a resucitar al tercer día, a partir del cual el movimiento del Sol es visible sobre el horizonte.

La atribución a Astarté del templo paralelo no viene solo del hecho de que sea la esposa de Baal. Existen dos piezas en el Museo Arqueológico de Sevilla que parecen reforzar esta hipótesis.

La primera es una pequeña estatuilla en bronce que representa a Astarté sedente, con una fisonomía y estilo claramente egipcios. Apoya sus pies sobre un pedestal en el que se puede leer una inscripción de dedicatoria:

Este trono han hecho Ba`lyaton hijo de Dommilk y Abdba´l hijo de Dommilk hijo de Ysh´al para Astarte-Hor, nuestra señora, porque ha escuchado la voz de sus palabras. (Amadasi, 1992)

Fue hallada de forma casual en las inmediaciones del yacimiento del Carambolo, por lo que está claro que se trataba de una estatuilla ofrecida como exvoto en uno de los santuarios que allí se ubicaba. Es de suponer, por lo tanto, que estaba dedicado a Astarté.

Astarté es una divinidad que comparte con Baal su origen oriental y el hecho de que fue traída a la Península por los fenicios, que la veneraban como a una de sus principales deidades. Era la diosa de la naturaleza y la fertilidad y en general era representada desnuda y acompañada de un león, aunque sus atributos varían dependiendo del contexto en el que se diera su culto. Hay que recordar que los fenicios, como pueblo semita, eran en principio reticentes a la representación en imágenes de sus deidades, por lo que en muchas ocasiones los atributos con los que aparece Astarté en la Península son más bien importados de la iconografía egipcia, tal y como hemos visto con la llamada Astarté del Carambolo.

Así parece confirmarlo el llamado Bronce Carriazo, la pieza más célebre e icónica de toda la cultura tartésica. Suele ser la imagen de portada de todos los libros que hablan del periodo. Fue adquirida a mediados del siglo XX en el mercadillo de antigüedades que se sigue haciendo los jueves en la calle Feria, por lo que no conocemos el lugar de su hallazgo original. Sin embargo, por sus rasgos estilísticos se puede enmarcar cronológicamente hacia el siglo VI a.C., coincidiendo con los momentos finales del santuario del Carambolo.

Representa el busto de una divinidad femenina, probablemente también Astarté, con un estilo de peinado que los arqueólogos llaman “hathorida” por su analogía con el de la diosa egipcia Hathor. Aparece enmarcada por dos grandes aves que extienden sus alas tras ella. La diosa tiene ambos brazos alzados y sujeta en cada mano unas piezas triangulares con mangos identificadas como sistros, un antiguo instrumento musical que se hacía sonar agitándolo. 

La pieza comparte rasgos estilísticos con otras datadas en la misma época y halladas en otros puntos de la Península. En concreto, presenta una iconografía muy similar a la del llamado Bronce de El Berrueco, hallado en el Cerro con este nombre en Salamanca. Como en el de Carriazo, se representa en una composición parecida a Astarté con el peinado hathorida, los sistros y las alas de ave enmarcándola, aunque con unos rasgos mucho más esquemáticos e inexpresivos, comparada con la pieza sevillana.

También muestran una iconografía similar dos figurillas de bronce provenientes de una sepultura de la Finca de Torrubia (Linares, Jaén). Originalmente eran apliques decorativos fijados sobre una superficie, por lo que se hallan solo esculpidos en su parte frontal. Están datadas también en el siglo VI a.C. y muestran la representación de Astarté con atributos que refuerzan su fuerte vinculación con la diosa Hathor de los egipcios. En este caso, no solo presentan el peinado característico, sino que también muestran las orejas de vaca con las que se solía representar a la divinidad egipcia.

Estos rasgos parecen hablarnos de que la divinidad tartésica no sería una asunción estricta de la fenicia Astarté, sino más bien una adaptación, dándole determinados atributos que probablemente provienen de cultos femeninos anteriores, a los que se añaden rasgos traídos por los fenicios del mediterráneo oriental, con especial importancia de la iconografía y los rasgos estilísticos del arte egipcio.

Como conclusión, podemos decir que aunque es imposible hacer una descripción demasiado completa de la religiosidad tartésica, la investigación arqueológica sí que ha permitido identificar a algunas de las divinidades a las que se encomendarían los primeros sevillanos. Baal-Melkart y Astarté recibieron culto en Tartessos, aunque no sabemos en qué medida adaptaron sus características a cultos ya arraigados. Las características estilísticas y formales de las representaciones de Astarté parecen indicar, además, que cuando los fenicios traen a la Península su religiosidad, esta se halla ya fuertemente influenciada por la egipcia, produciéndose una rica síntesis que definirá la cultura tartésica también en su aspecto religioso. 

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LAS COLUMNAS DE LA ALAMEDA

LAS COLUMNAS DE LA ALAMEDA

La Alameda de Hércules es uno de los espacios más emblemáticos y transitados de la ciudad, especialmente por la profusión de locales de hostelería, bares, restaurantes y pubs, que la hace uno de los focos principales del ocio sevillano. Además, con más de 400 metros de largo y unos 50 de ancho, es el espacio público ajardinado más grande del casco histórico de la ciudad, ideal para la celebración de conciertos, mercadillos y eventos de todo tipo.

No solo es el espacio público más grande del casco histórico, sino también el más antiguo. De hecho es uno de los espacios de este tipo más antiguos de España y de Europa. Su construcción fue dispuesta en 1574 por el conde de Barajas, que ostentaba el cargo de asistente de la ciudad, un puesto de nombramiento regio que era el de mayor importancia en el Cabildo de Sevilla. El objetivo de la nueva obra era acabar con las pésimas condiciones en que se encontraba esta zona de la ciudad. 

Hay que recordar que durante buena parte de la historia de Sevilla, un brazo del Guadalquivir atravesaba la ciudad de norte a sur pasando por lo que hoy es la Alameda. Este cauce fue desplazándose poco a poco hacia el oeste, hasta coincidir con el actual ya en época musulmana. En época almohade, con la construcción del nuevo recinto amurallado, la zona queda intramuros de la ciudad, pero siguió sufriendo las regulares crecidas del río y permanecía inundada la mayor parte del tiempo, por lo que sabemos que en época cristiana se la llamaba la laguna de la Feria, por su cercanía a esta calle. 

Son de suponer los problemas de insalubridad que traería semejante extensión de agua estancada dentro de la ciudad y de hecho se ha señalado que el impulso para su reforma pudo venir del propio Felipe II, que había visitado la ciudad solo unos años antes, en 1570, y probablemente pudo tener noticia de las malas condiciones de la zona.

Para solucionar el problema se emprendió un ambicioso plan de reforma urbana, consistente no solo en la desecación de la laguna, sino también en la construcción de una serie de canales de drenaje que redistribuyeran el agua desde allí a otras fuentes y desagües de la ciudad. Por testimonios posteriores sabemos que este objetivo no se consiguió del todo y que la Alameda siguió siendo un área sujeta a las fluctuaciones del río durante mucho tiempo. Por ejemplo, sabemos que en 1649, año de la gran peste que asoló la ciudad, la Alameda era incluso navegable.

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Pero volviendo al siglo XVI, la reforma es aprovechada para hacer una intervención urbana de profundo alcance y significado, probablemente una de las mayores acometidas en cualquier ciudad española en este siglo. El proyecto se halla inmerso en un espíritu renacentista, con el primer objetivo de hacer más habitable la ciudad, enriqueciéndola con espacios para el esparcimiento. Además, con el nuevo diseño se pretenden ensalzar las glorias pasadas de Sevilla y su origen legendario, vinculándolos con el esplendor del Imperio español encarnado en Felipe II.

Para ello se echa mano de las dos figuras más destacadas en la narración tradicional de los orígenes de la ciudad. Hércules y Julio César, cuyas esculturas son colocadas sobre dos grandes columnas romanas en la zona sur de la Alameda, a modo de gran pórtico monumental de entrada al nuevo espacio. En ambas figuras se vio desde el principio trasfondos de Felipe II, que estaría representado por Julio César, y de su padre, el emperador Carlos V, representado por Hércules, uniendo como decíamos el pasado legendario en la Antigüedad con la Monarquía Hispánica, de la que se pretendía resaltar su esplendor. Esta idea de vuelta a las raíces clásicas se refuerza aún más por la elección de sus dos monumentales soportes romanos.

Las columnas sobre las que se levantan las estatuas provienen del llamado “templo” de la calle Mármoles, donde todavía quedan tres de ellas. Su cronología se remonta al siglo II d.C., pero no sabemos realmente a qué tipo de edificio pertenecían. Lo más probable es que formaran parte de un templo, pero que este se ubicara en otra parte de la ciudad y que fueran reutilizadas donde están hoy en un edificio ya de  época tardoantigua. En cualquier caso, sabemos que cuando los cristianos tomaron la ciudad en 1248, había seis columnas en el lugar en el que hoy solo quedan tres. A ellas se sumaban las dos de la Alameda y una tercera que el rey Pedro I quiso llevar al Alcázar pero que quedó fragmentada en el intento, rompiéndose en su traslado a la altura de la actual Mateos Gago.

Como sabemos, salvo este ejemplo, no se conservó ningún edificio monumental de la Híspalis romana, ni siquiera de forma parcial, por lo que este conjunto de seis columnas sería uno de los elementos más significativos de la ciudad medieval y moderna a la hora de intentar echar la vista atrás en busca de sus orígenes.

La leyenda con la que se narra el pasado legendario de la ciudad quedó asentada por Alfonso X en su Estoria de España en la segunda mitad del siglo XIII. En ella se configura una narración que permite aunar una primera fundación mítica por parte de Hércules con la fundación de Híspalis por parte de Julio César, de la que ya había hablado san Isidoro en el siglo VI. 

Según se nos cuenta, Hércules remontó el Guadalquivir en uno de sus viajes por la Península y vió en el lugar donde se ubicaría Sevilla un magnífico emplazamiento para fundar una ciudad. Lo acompañaba un astrónomo que le indicó que ciertamente allí se fundaría una gran ciudad, pero que no le correspondería a él ese honor sino a otro personaje que habría de venir siglos después, en referencia a Julio César. Así que Hércules decidió al menos señalar el lugar en el que se había de producir esa fundación futura y puso allí seys pilares de piedra muy grandes, e en somo una muy grande tabla de mármol escripta de grandes letras que dizien assi: aquí será poblada la gran cibdat (Transcripción de Ana Domínguez Rodríguez en “Hércules en la miniatura de Alfonso X el Sabio”, 1989). El final de la narración legendaria se situaría siglos más tarde, cuando Julio César fundara la Colonia Iulia Romula Hispalis, en el lugar que había dejado marcado Hércules.

Obviamente se trata de una leyenda y ese es el valor que hay que darle, pero sí que se puede señalar un hecho curioso a la hora de valorar el significado de las dos grandes columnas situadas como pórtico de la Alameda. Hay que recordar la estrecha relación de Alfonso X con Sevilla, probablemente su ciudad predilecta de todo el reino y en cuya Capilla Real descansan sus restos. Diversos autores han señalado incluso como el rey Sabio abrazó siempre el anhelo de alcanzar una preponderancia reconocida por el resto de los reinos peninsulares como Imperator totius Hispaniae, tal y como habían hecho sus antecesores Alfonso VI y Alfonso VII. Con toda probabilidad, la idea era que Sevilla fuera la capital predominante de este imperio hispánico soñado por Alfonso. De acuerdo con esto, puede explicarse en parte su interés por dotar de lustre y esplendor la narración de los orígenes de la ciudad.

Alfonso X pasó gran parte de su reinado en Sevilla y es seguro que conoció las columnas de la calle Mármoles, así que es muy posible que en el relato de los seis pilares de piedra colocados por Hércules se esté haciendo referencia en realidad a las seis columnas romanas que allí había. De hecho, en una de las primeras ediciones de la Estoria alfonsí conservada en la Biblioteca del Escorial, se encuentra una pequeña miniatura que muestra la figura de Hércules sobre un gran frontón rectangular sostenido por seis columnas en el que puede leerse AQVI SERA POBLADA LA GRANDT CIBDAT. Según interpreta Ramón Corzo Sánchez en “Hércules Heráldico” (2005), estas seis columnas podrían ser una representación de las que el rey sabio conoció en lo que hoy es la calle Mármoles. Ese sería el lugar concreto en el que la leyenda medieval situó la primera fundación de la ciudad a manos de Hércules.

Volviendo al siglo XVI, es evidente la profunda carga simbólica en la elección de los personajes que habrían de presidir la nueva Alameda, con el deseo de Sevilla de honrar a sus míticos fundadores vinculándolos a la gloria de la Monarquía Hispánica. Pero además, parece que tampoco fue casual la propia elección de las columnas de la calle Mármoles como soportes, ya que como vemos se venían vinculando desde hacía siglos con este origen mítico. 

El Hércules y el Julio César de la Alameda, sobre las enormes columnas romanas que les sirven de soporte, son el más antiguo monumento de la ciudad con un carácter civil. No solo nos hablan de los orígenes de uno de los jardines públicos más antiguos de Europa y del afán renacentista de renovación del espacio urbano que los inspiraron. También nos transmiten la forma de mirar hacia su propio pasado que la ciudad tuvo durante siglos.

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LOS “FUNDADORES” DE SEVILLA EN LA FACHADA DEL AYUNTAMIENTO

LOS “FUNDADORES” DE SEVILLA EN LA FACHADA EL AYUNTAMIENTO

El ayuntamiento sevillano tiene su sede en un magnífico edificio del siglo XVI, que conserva en buena parte de su fachada las trazas del exquisito estilo renacentista plateresco en el que fue construido. 

No todo el edificio que vemos hoy día se corresponde con la obra original de época renacentista. Si miramos al ayuntamiento desde la plaza de San Francisco, vemos claramente que el edificio se divide en tres cuerpos. Solo el cuerpo que da hacia la avenida de la Constitución es del siglo XVI. En la parte central había una galería porticada de dos pisos con arcadas sobre columnas que abrían hacia la plaza. Desde la galería alta, las autoridades podían asistir a los principales acontecimientos religiosos y festivos que se desarrollaban en la plaza. En el siglo XIX estas arcadas son derribadas alegando un estado ruinoso y el edificio se reconstruye en esta parte y se añade el extremo que da hacia la calle Sierpes. Además, se suma a todo el conjunto una tercera planta que originalmente no existía.

La parte del siglo XVI que se ha conservado cuenta con un magnífico programa decorativo en sus fachadas, en un estilo renacentista plateresco de tal calidad que marca una de las cumbres de este estilo en España. Y esto lo consigue siendo el más temprano de los grandes ejemplos de esta corriente en nuestro país. La dirección de la obra correspondió a Diego de Riaño, que tuvo que reunir a un notable grupo de canteros y escultores para abordar un proyecto en el que impera el estilo renacentista llegado de Italia en sus formas y elementos. Vemos las columnas, pilastras y arcos de medio punto tan característicos del clasicismo renacentista, enmarcando a unas figuras y motivos decorativos que beben también del naturalismo y el gusto por la belleza de este estilo. Es cierto que el renacimiento llegado de Italia se adapta en España a gustos y sensibilidades locales, mostrando una clara tendencia inicial a añadir más elementos decorativos, a una mayor importancia del detalle. Se ha visto el origen de esta peculiar característica del renacimiento español en su relación con el arte de la platería, muy desarrollado en nuestro país y que se caracteriza por una gran minuciosidad en su labor. De ahí vendría el término “plateresco” para designar a esta corriente, que se da desde finales del siglo XV y es imperante hasta bien entrado el siglo XVI.

El programa iconográfico elegido tampoco es ajeno al espíritu renacentista. Si en lo formal se apostaba por la recuperación de las pautas clásicas de la Antigüedad grecolatina, en lo temático se optó por un programa que recuperara la historia y los mitos de aquella época, poniéndolos en relación con el nuevo imperio universal encarnado en Carlos V. De esta forma, personajes míticos como Marte, Minerva o Hércules se representan entremezclados con las efigies del emperador y su mujer, la emperatriz Isabel, que habían contraído matrimonio ese mismo año de 1526 en el Alcázar de Sevilla. 

De hecho, es posible que el impulso para la construcción del nuevo ayuntamiento viniera del propio Carlos, que pudo ver las condiciones poco adecuadas de la sede del consejo municipal en el llamado Corral de los Olmos. Este espacio estaba ubicado en la actual plaza Virgen de los Reyes y allí compartían sede los cabildos civil y eclesiástico, con los consiguientes problemas de espacio y organización.

Siguiendo el mencionado impulso de recuperación de la Antigüedad Clásica, la ciudad desempolva sus viejas leyendas fundacionales para colocar a sus ilustres antepasados en la fachada de sus casas consistoriales. De esta manera, vemos representados en medallones a personajes como Hércules, al que la tradición atribuía la fundación original de la ciudad, y a su esposa Hebe. Además, entre la abundante decoración aparecen a menudo las mazas, su principal atributo junto con la piel de león, que le cubre la cabeza en otro de los medallones. 

Si a Hércules se atribuía la fundación de la ciudad, a Julio César le correspondía la creación de su ayuntamiento, ya que según dejó narrado san Isidoro en el siglo VI, fue este quien concedió el estatus de colonia romana a la ciudad, dándole el nombre de “Colonia Iulia Romula Augusta”. El término “Romula” haría referencia a Sevilla como una “pequeña Roma”, mientras que añadiéndole el término “Iulia”, César le daría su propio nombre como muestra de afecto.

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Los hallazgos arqueológicos parecen descartar que el nombre de la ciudad incluyera en ningún momento la palabra “Iulia”, ya que nunca se ha hallado ninguna inscripción de ningún tipo en el que aparezca. Sin embargo, es indudable que tener al personaje más célebre de la historia de Roma como fundador es algo que da mucho prestigio, y todavía hoy la versión más extendida es la de que la Sevilla romana fue “Iulia Romula Hispalis”.

Esta vinculación con Roma sería motivo de aún mayor orgullo dentro del espíritu renacentista en el que se construyó el edificio, con su afán por la recuperación de lo clásico, así que Julio César aparece también en otro de los medallones, barbado y sobre la inscripción “S.P.Q.HIS.”, Senatus PopulusQue Hispalis (Senado y Pueblo de Híspalis). En otros medallones aparecen más personajes, masculinos y femeninos, difíciles de identificar por la ausencia de atributos específicos, pero cuyas vestimentas y tocados remontan también claramente al pasado grecolatino. Todo ello enmarcado por la profusa decoración propia del plateresco, con multitud de motivos vegetales, grutescos, figuras de niños tenantes, hombres barbados y criaturas mitológicas.

Sabemos que en el zócalo, a ambos lados de la puerta que da a la Plaza de San Francisco, estaban los medallones con la representación de Carlos V y su esposa Isabel. Su mal estado hizo que fueran sustituidos en el siglo XIX y aún hoy pueden verse en el Jardín de las Delicias, aunque muy deteriorados. No eran las únicas referencias al emperador con que contaba la fachada. Todavía hoy podemos ver su escudo en la parte más alta, con el águila bicéfala, símbolo del Sacro Imperio Romano Germánico.

Es muy curioso cómo las referencias a Carlos V se vinculan con las alusiones mitológicas y legendarias. Así, por ejemplo, aparecen representadas las famosas columnas de Hércules, que también aparecen en el escudo real, y sobre ellas la leyenda “Plus Ultra”. Se establece así una analogía entre el mítico Hércules, primero en sobrepasar las columnas en las que el mundo antiguo había fijado los límites del orbe, y el propio Carlos, cabeza del primer imperio europeo que se extendía más allá del Atlántico. 

También aparece la cruz de Borgoña, que fue hasta el siglo XVIII la principal enseña naval, militar y mercante de España, lo más parecido a una bandera nacional que hubo durante la Edad Moderna. Se presenta bajo la corona imperial y de ella cuelga el Toisón de Oro, emblema de la orden de la que el rey de España es gran Maestre. Su insignia era un vellocino de oro, tomado originalmente de la leyenda de Jasón y los Argonautas. Reforzando esta vinculación mitológica de la que venimos hablando, Jasón y su enamorada Medea aparecen representados en medallones algo más arriba.

En fin, todo un programa iconográfico destinado a ensalzar la monarquía y sus ilustres orígenes vinculándolos a su vez a los de la propia Sevilla. Sin embargo, este mensaje original no ha llegado hasta nosotros de manera completa. Primero, porque no contamos con documentación que explique detalladamente la simbología de la fachada. A ello hay que sumar el deterioro por el paso del tiempo, que hizo perder sus rasgos a bastantes figuras, y la profunda y drástica restauración llevada a cabo en el siglo XIX. 

Hay que recordar que hasta épocas muy recientes el concepto de restauración ha sido muy distinto al que usamos hoy en día, de tal forma que al intervenir en una determinada obra no se dudaba en añadir o quitar atendiendo a los criterios estéticos del momento. En el caso de la fachada que nos ocupa, los “restauradores” sustituyeron muchas de las partes deterioradas por otras nuevas, aunque elaboradas siguiendo unos criterios estéticos bastante similares a los originales, de forma que a veces no es fácil distinguir entre lo esculpido en el siglo XVI y lo hecho trescientos años después. Además de sustituir lo deteriorado, la idea original era cubrir también la fachada nueva del edificio que da hacia la plaza de san Francisco con decoración imitando la original plateresca, de tal modo que ha habido escultores trabajando en ello hasta mediados del siglo XX.

A pesar de la fuerte alteración que supuso en la fachada la intervención del siglo XIX, lo cierto es que el criterio estético historicista y romántico imperante en la época hizo que el resultado final fuera bastante armonioso. Los encargados de la obra de reforma compartían con sus predecesores del siglo XVI el deseo de engrandecer el pasado legendario de la ciudad y participaban de un sentido del arte que no dudaba en imitar, sin ningún tipo de disimulo, las formas artísticas de épocas anteriores. 

A este período corresponden las figuras de Hércules y Julio César que vemos en las hornacinas a ambos lados del arco que hoy da acceso a Plaza Nueva. Fueron realizados hacia 1854 por el escultor Vicente Hernández Couquet, en un estilo historicista pensado para encajar con el resto de la fachada. Con el mismo criterio se eligió a los personajes a representar, puesto que no sabemos para quiénes estuvieron originalmente destinadas esas hornacinas, ya que en todas las pinturas y dibujos conservados aparecen ya vacías. Interpretando el resto de la fachada, el escultor, que además era profesor de Bellas Artes, creyó que los personajes que más encajaban eran Hércules y Julio César.

Puede que efectivamente en el siglo XVI allí estuvieran las esculturas de ambos, de otros personajes o que nunca llegaran a ser ocupadas. Tampoco se puede descartar que las hornacinas estuvieran destinadas a imágenes religiosas. Hay que recordar que en la época este arco daba acceso al compás del convento de San Francisco, que entonces se encontraba en lo que hoy es Plaza Nueva. Esto provocó que esta parte de la fachada tuviera un sentido iconográfico algo distinto al resto. Sobre el trasdós del arco podemos ver dos escudos con las cinco llagas, uno de los símbolos franciscanos, y sobre la clave aparece un busto de Nuestra Señora de los Ángeles, una advocación estrechamente ligada al propio san Francisco. 

De tal forma que no podemos descartar que en las hornacinas laterales hubiera también imágenes religiosas, bien de santos relacionados con la orden o bien de otros de origen sevillano, ya que, a fin de cuentas, se trataba de la fachada del ayuntamiento. Hay varios que se suelen presentar en parejas y que encajan en la hipótesis, como Isidoro y Leandro o las propias Justa y Rufina.

Todo esto no deja de ser una conjetura y lo cierto es que en el siglo XIX se optó por potenciar el mensaje evocador de un pasado glorioso que muestra el resto de la fachada, colocando a Hércules y a Julio César tal y como podemos verlos hoy. 

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PUERTA DEL EVANGELIO DE SANTA ANA

Hay enclaves de la ciudad de Sevilla que permiten recrear un determinado momento histórico acaecido en nuestro pasado. Uno de estos sitios es la Portada del lado del Evangelio de la iglesia de Santa Ana, la llamada “catedral de Triana”. En ella podemos observar la mixtura entre unas formas góticas y cristianas, con unas técnicas y materiales propias del arte musulmán precedente. Nos habla por lo tanto de un momento histórico en el que no había transcurrido demasiado desde la conquista cristiana de la ciudad en 1248, cuando los nuevos templos se levantaban de acuerdo con el espíritu y las formas del gótico, pero adaptándose y enriqueciéndose con el saber constructivo de la mano de obra musulmana o de origen musulmán con la que contaban.

La construcción de la iglesia de Santa Ana se inició en 1266 y se prolongó inicialmente durante más de un siglo, aunque posteriormente ha sido reformada y ampliada con capillas en numerosas ocasiones hasta el siglo XVIII, cuando se acaba de configurar lo esencial de su imagen actual. Fue fruto de la decisión de Alfonso X, hijo y heredero del conquistador de la ciudad, Fernando III. El rey sabio padecía de una desagradable enfermedad ocular, que le hizo prometer a la Virgen un templo a su madre si sanaba de su mal. El rey se curó y en cumplimiento de lo prometido mandó levantar este magnífico templo en Triana. Hay que decir que así se solucionaba también un problema que venía padeciendo el barrio, ya que la única parroquia con la que contaba era una capilla situada en el interior del castillo de San Jorge, que ya era claramente insuficiente ante el crecimiento demográfico.

Lo cierto es que en Triana se levantó un monumental templo en estilo gótico mudéjar, una de las cumbres de este estilo en Andalucía. Estuvo originalmente fortificada, debido a que se hallaba extramuros de la ciudad, y los antepechos de almenas todavía son visibles sobre algunos de sus muros. Tiene una planta con tres naves, siendo la central más alta y ancha que las laterales. Los pilares que separan las naves sostienen bóvedas de crucería en piedra, lo que supone una muestra de la monumentalidad con la que se quiso dotar al edificio, ya que es propio de las construcciones gótico mudéjares que se cubran en su mayor parte con madera y se reserve la piedra para el presbiterio.

A ambos lados se abren capillas laterales, levantadas entre los siglos XVI y XVIII, y también se cierran con capillas las cabeceras de cada una de las naves: la capilla de la Madre de Dios en la nave del evangelio, la del Calvario en la nave de la epístola y el altar mayor en la nave central. El retablo mayor es una obra excepcional del renacimiento sevillano, con un magnífico conjunto pictórico de Pedro de Campaña que muestra diversas escenas de la vida de la Virgen, reservando el espacio central para el pasaje de San Jorge y el dragón, en recuerdo de la primitiva parroquia de Triana.

Al exterior, la portada del lado del Evangelio es la única que ha llegado hasta nosotros del primer edificio gótico, ya que tanto la portada principal como la de la epístola fueron reformadas por completo con posterioridad. Sus rasgos estilísticos nos permiten ubicarla en la primera mitad del siglo XIV. Es una portada abocinada, con la forma de arco ojival o apuntado tan característica del gótico, pero con las arquivoltas bastante rebajadas. La decoración es más bien escasa. Aparecen decorados con motivos vegetales los capiteles de las jambas y las arquivoltas más exteriores, una con motivos geométricos dispuestos en forma de dientes de sierra y la otra en forma de puntas de diamante. El arco se enmarca por un gablete en cuyo vértice aparece un sencillo doselete gótico, destinado con toda probabilidad a cubrir una imagen hoy desaparecida, probablemente de Dios Padre, tal y como podemos ver en iglesias coetáneas y posteriores, como Santa Marina o San Marcos.

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El gablete se enmarca a su vez por un espacio con decoración del siglo XVIII que tiene en su centro el escudo de León y Castilla. Rematando el conjunto, un grupo de dieciséis canecillos con cabezas de león soportan una cornisa. Los leones no solo eran símbolo del reino castellano leonés al que se había incorporado Sevilla de manera reciente. También aparecen de manera profusa en la iconografía cristiana, muchas veces como un trasfondo del propio Jesucristo, identificado con el león de Judá mencionado en el Génesis.

Pero el león era también un símbolo muy importante del poder real. El primer rey en hacer uso de él como símbolo de la corona fue Alfonso VII, que fue coronado en León como Imperator totius Hispaniae, reclamando para sí la supremacía sobre el resto de reinos peninsulares. Parece que Alfonso X compartía con su predecesor el anhelo de esser emperador d’Espanya, tal y como nos cuenta su contemporáneo Ramón Muntaner. Así lo recoge Manuel González Jiménez en su artículo de 2004, “Alfonso X, emperador de España”. Es por ello que el rey Sabio no dudó en hacer un uso profuso del león como símbolo de la realeza y en su obra “General Estoria” recoge numerosos pasajes en los que hace referencia a las numerosas virtudes atribuidas a este animal.

Por lo tanto, vemos que la portada es una expresión clara de la nueva situación creada a partir de la entonces reciente conquista castellana de la ciudad. Al igual que en el resto del edificio, las formas son claramente góticas, el estilo imperante en la época en los reinos cristianos europeos. Además, las zonas principales, como esta portada, se construyen en piedra, siguiendo también los modelos europeos. Sin embargo, en los muros a ambos lados de la portada podemos ver como el cuerpo del edificio está hecho en ladrillo, utilizando la técnica más habitual en Sevilla desde antes de que llegaran los cristianos. 

Esta conjunción del espíritu y las formas del gótico, con las técnicas y materiales propios del arte islámico es la base principal de lo que conocemos como arte mudéjar. En el caso de Santa Ana lo más probable es que los encargados de dirigir su construcción fueran los canteros castellanos llegados con las tropas que conquistaron la ciudad. Era común que estos constructores acompañaran a los ejércitos, sobre todo para encargarse de reparar o levantar fortificaciones a medida que se iba avanzando. Sin embargo, no serían muchos y una iglesia tan monumental necesitó con toda seguridad de la mano de obra que habría quedado a la ciudad, valiéndose además de la sabiduría constructiva de los alarifes musulmanes, sobre todo en los trabajos con ladrillo.

Se ha señalado con frecuencia que esta Real Parroquia de Santa Ana es la iglesia de nueva planta más antigua de Sevilla. En realidad cronológicamente se sitúan junto a ella en la segunda mitad del siglo XIII las llamadas iglesias del "primitivo tipo parroquial sevillano", es decir, Santa Marina, San Julián y Santa Lucía. Sí que está claro que este grupo de iglesias son junto con Santa Ana las más antiguas de la ciudad.

Sea la primera o no, en esta portada podemos ver un modelo que se repite de manera muy similar no solo en las iglesias coetáneas que hemos mencionado, sino también en otras ya del siglo XIV como Omnium Sanctorum o San Marcos. Las similitudes son especialmente notables en la portada del lado de la epístola de la iglesia de San Isidoro, lo que ha llevado a plantear incluso que estuviera construida por los mismos maestros que Santa Ana y en unas fechas muy similares.

En resumen, se trata de uno de los primeros ejemplos de un estilo artístico como el gótico mudéjar que llegó a ser predominante en la Sevilla medieval. Dan testimonio de un determinado momento histórico en el que se fusionan las formas y simbología cristiana, con el saber constructivo de un sustrato poblacional musulmán que trata de adaptarse a los nuevos tiempos manteniendo sus trabajos y vías de sustento.

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SANTA MARÍA LA BLANCA Y LA ANTIGUA SINAGOGA

SANTA MARÍA LA BLANCA Y LA ANTIGUA SINAGOGA

La iglesia de Santa María la Blanca, en el barrio de San Bartolomé, es una preciosa joya del barroco sevillano. Se trata de un templo de tres naves divididas por diez columnas toscanas que soportan arcos formeros de medio punto. A ella se accede por una entrada torre que se abre a los pies de la nave central y cuenta con una planta rectangular. Esta se ve alterada por un testero sobresaliente, en el que se sitúa el altar mayor, y por tres capillas laterales: la bautismal a los pies del templo, la sacramental en el lado de la epístola, y la de San Juan Nepomuceno en el lado del evangelio de la cabecera.

Lo que más nos llama la atención al entrar a ella es su intenso programa decorativo, en el que se cubre hasta el último rincón con una combinación de yeserías, pintura y escultura, hasta configurar un espacio que en su conjunto se muestra como la más clara definición del célebre horror vacui del barroco. La iglesia que ha llegado hasta nosotros responde en su mayor parte al proyecto para su remodelación impulsado por el canónigo Justino de Neve, que contrató como arquitecto a Juan González. Encargó la decoración pictórica al propio Murillo y la elaboración de las yeserías a los hermanos Pedro y Borja Roldán. La obra se inicia muy poco después de que se promulgara el Breve Pontificio de Alejandro VII de 1661, en el que se reafirmaba la devoción y el culto a la Inmaculada Concepción. 

De esta forma, el programa iconográfico es en su conjunto una exaltación a la Eucaristía y a la Virgen Inmaculada, tal y como puede verse nada más entrar en el arco que sostiene el coro, donde se lee Sin pecado original en el primer instante de su ser. Murillo intervino con la realización de cinco lienzos, de los cuales solo se conserva en la iglesia el más antiguo, La Santa Cena. Los otros venían a completar el programa iconográfico del que venimos hablando, con la Inmaculada, El Triunfo de la Fe y dos lienzos que narraban la historia de la fundación en Roma de la basílica de Santa María de las Nieves, advocación a la que está dedicada también nuestra iglesia.

Hoy en día se pueden contemplar in situ magníficas copias de los originales, que desgraciadamente fueron objeto del salvaje expolio sufrido por la ciudad con la llegada de las tropas napoleónicas en 1810. Bajo el mando del mariscal Soult, los franceses robaron numerosas obras de autores como Alonso Cano, Zurbarán, Valdés Leal o Roelas, pero sobre todo fijaron su atención en Murillo. Al parecer, el mariscal traía ya una lista con todas las obras del pintor que quería llevarse de Sevilla. Entre ellas se encontraban las cuatro que sustrajo de Santa María la Blanca. La mayor parte de lo expoliado nunca regresó a la ciudad y se encuentra hoy disperso por museos de todo el mundo.

Pero la historia de Santa María la Blanca como lugar de culto tiene sus orígenes en una época mucho anterior al siglo XVII, en el que alcanzó la configuración que ha llegado hasta nosotros. Se trata de un lugar en el que está constatado un uso con sentido religioso y de culto que podría remontarse hasta época visigótica. Así parecen confirmarlo las dos columnas que soportan la pequeña portada lateral que abre hacia la calle Archeros , hoy en día inutilizada. Sus capiteles, uno con un aire más naturalista y otro mucho más esquemático, pueden enmarcarse cronológicamente en época tardo romana o visigoda. 

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Hay que señalar que a partir de los visigodos las sucesivas culturas que se han ido asentando en la ciudad no han dudado en reutilizar las columnas y otros elementos arquitectónicos del pasado en sus nuevas construcciones. De esta forma, es posible que los capiteles provinieran originalmente de un edificio de la última época del imperio romano y que luego fueran reutilizados por los visigodos en su pequeña iglesia. Sin embargo, las similitudes estilísticas entre el arte tardorromano y el visigodo, no nos permiten saber a ciencia cierta si se trataría de una reutilización o de una elaboración ex novo para este posible templo cristiano allí ubicado.

Lo que sí que se ha podido constatar arqueológicamente es la existencia en el mismo lugar de una posterior mezquita musulmana. Al parecer, constaría de un espacio hipóstilo de dimensiones más reducidas que la iglesia actual y con una orientación diferente, ya que el mihrab estaría ubicado en el lado sureste, hacia la actual calle Archeros, mientras que el patio de abluciones y entrada a la mezquita estarían en su lado noroeste, aproximadamente donde hoy se encuentra la vivienda del párroco.

Con la llegada de los cristianos en 1248, el espacio cambiaría de uso, pero no para convertirse en una iglesia, sino para albergar una sinagoga. Sabemos que existió una importante comunidad judía en la Sevilla de los siglos XIII y XIV, que al parecer había llegado a la ciudad con los conquistadores cristianos. Es posible que también hubiera un cierto número de judíos que ya se encontraban en la ciudad antes de 1248, pero el carácter cada vez más intolerante de los almohades con las otras religiones hizo que tanto cristianos como judíos se vieran obligados a huir hacia el norte, por lo que su presencia en los últimos años de la Sevilla islámica sería muy escasa.

En cualquier caso, sabemos que en los primeros tiempos de la dominación cristiana la presencia de judíos fue cada vez mayor en la ciudad y que a partir del reinado de Alfonso X se destina para ellos un amplio sector de la ciudad, la judería, que comprendía buena parte de los actuales barrios de Santa Cruz y San Bartolomé. Este espacio quedaba delimitado por su propia muralla, que se cerraba por las noches, con lo que la Corona trataba de proteger la seguridad de la comunidad judía en la ciudad. El rey determinó también que fueran destinadas como sinagogas las tres mezquitas que se hallaban dentro del espacio delimitado Estas estarían en la actual plaza de Santa Cruz y bajo los templos de San Bartolomé y Santa María la Blanca. 

A pesar de estas medidas de protección inicial de la comunidad judía, parece que los episodios de convivencia entre las religiones se fueron intercalando de manera cada vez más frecuente con épocas de intolerancia y persecución. El peor punto de la situación se alcanzó con la revuelta antijudía de 1391, en lo que constituye uno de los pasajes más trágicos de la historia de Sevilla. Una multitud enfurecida asaltó la judería, asesinando a muchos de sus moradores y forzando la conversión de muchos otros. Hay fuentes que hablan de que mujeres y niños fueron vendidos como esclavos a los musulmanes. Además , el pogromo sevillano encendió la mecha de una serie de levantamientos antisemitas que se fueron sucediendo en ciudades como Córdoba, Toledo o Barcelona. La comunidad judía de Sevilla quedaría enormemente mermada después de este episodio y sus sinagogas serían transformadas pronto en templos cristianos.

Sobre la sinagoga que se ubicaba en la plaza de Santa Cruz se asentaría posteriormente la iglesia que lleva este nombre y que sería derruida a principios del siglo XIX, trasladándose la parroquia a su emplazamiento actual en la calle Mateos Gago. Tampoco queda nada de la segunda de ellas, en la actual parroquia de San Bartolomé, ya que la primitiva iglesia cristiana que había en el lugar, heredera de la sinagoga anterior, fue derribada por completo en el siglo XVIII para levantar el actual templo.

Algo parecido se creía que había ocurrido en el caso de Santa María la Blanca, ya que las crónicas del siglo XVII, que narran la reinauguración del templo tras la reforma impulsada por Justino de Neve, hablan de que la iglesia fue levantada de nuevo por completo, sin que se conservara nada de la fábrica anterior. Sin embargo, diversos trabajos arqueológicos y de restauración en el edificio en las últimas décadas han desmentido esta afirmación. Al parecer, aunque la reforma barroca de la que hemos hablado enmascaró por completo cualquier aspecto decorativo del primitivo templo, lo cierto es que la planta de la actual iglesia y la de la sinagoga sobre la que se asienta coinciden en lo esencial. Y al parecer también corresponden a la obra primitiva buena parte de los muros y los arcos de la actual iglesia, aunque intensamente alterados en su estética por la reforma barroca. Así lo explica el arquitecto Óscar Gil Delgado en “Una sinagoga desvelada en Sevilla: estudio arquitectónico” (2011):

Estas prescripciones implican claramente que no se demolieron los muros de las naves de la iglesia y que, por ese motivo, se encuentran hoy los arcos ciegos mudéjares en la coronación de dichos muros. Sobre las nuevas columnas de «jaspe colorado» no se voltearon nuevos arcos, simplemente se apearon los arcos de la nave central, se retiraron las columnas antiguas, que no tenían relación estilística con la obra nueva, y se colocaron las nuevas. Con toda seguridad los arcos de la nave son los mismos antiguos de la sinagoga «mudéjar», recortados, redondeados y revestidos con molduras de yeso, según el nuevo gusto.

De esta forma, al inmenso valor artístico y simbólico de Santa María la Blanca, verdadera joya del barroco sevillano y español, podemos añadir su enorme valor histórico como pieza fundamental a la hora de entender el pasado de la ciudad. Es un espacio con un uso religioso continuado desde hace al menos un milenio y, además, el único en el que aún es posible vislumbrar cómo fue una de las sinagogas con las que contó la ciudad.

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